viernes, 17 de junio de 2011

En la Oscuridad

          No hizo nungún ruido cuando entró. No prendió ni una sola luz mientras subìa los anchos escalones que conducían a su antigua habitación, aquella que presenció juegos de muñecas y cantos adolescentes, y que ahora se había convertido en un guardadero de cosas de su madre que dormía en la habitación contigua.

         Revisando los cajones del placard en la oscuridad, pudo identificar al tacto su viejo camisón largo de tafetán azul, aquel que la acompañara durante amargas noches de soledad imaginando abrazos inexistentes. No pudo evitar ponérselo y la suavidad de aquella tela y su olor a naftalina la remitieron a épocas del pasado que solo quería olvidar y que ese día se habían vuelto su presente otra vez, cuando él finalmente le anuncio que no era más bienvenida en su casa, que agarrara sus cosas y se fuera lo antes posible. Que ya se había cansado de verle la cara todos los días en su casa y no tenía más ganas de tener que evitar llevar a cuanta mujer quisiera a su cama porque ella estaba estorbando. Así de frías y cortantes fueron sus palabras, nada que ella no hubiera imaginado que algún día podía ocurrir, pero que conscientemente siempre quiso negar.

         Recostada sobre su antigua cama, se puso en posición fetal y apretó fuertemente la almohada contra su pecho. Durante muchas noches en su juventud había realizado aquel mismo ritual intentando tapar ese vació hondo. Un vació que sentía como un gran agujero en su pecho y que necesitaba cubrir de alguna forma para poder dormir.

         Una amarga lágrima rodó por sus mejillas y cayó sobre la misma almohada que sustituyó la primera vez que él la tomó de la mano y le dijo “vamos a bailar”. Sólo esas palabras alcanzaron para que ella quisiera desde ese mismo instante entregarle su vida y quedarse a su lado para siempre, aun cuando las caricias y los besos dejaron de ser frecuentes, aun cuando mirarse a los ojos parecía cada vez más imposible, aun cuando hacer el amor se le tornó a él un mero desahogo animal. Ella estaba feliz. Estaba feliz porque cada noche él la dejaba recostarse sobre su pecho, y ese agujero que tanto la había atormentaba no estaba ahí, no lo sentía, se sentía completa, se sentía plena. A veces él colocaba una mano sobre su hombro o su espalda, y ahí ella sentía que podía tocar el cielo, su corazón empezaba a latir tan fuerte que podía oírlo y todo su cuerpo comenzaba a temblar, tanto que se quedaba en vela con esa sensación hasta que por un movimiento involuntario el brazo de él caía sobre la cama.
         Ahora estaba otra vez allí, en ese estúpido cuarto de soltera, abrazando con fuerza otra vez esa almohada y tratando de ahogar en ella tanta angustia. Sus lágrimas no paraban de correr, pero por alguna razón al llorar no recordaba la traición, los malos tratos ni la indiferencia. Nada de eso le molestaba demasiado mientras pudiera por las noches recostarse sobre su pecho y cubrir el vació en el suyo. Lloraba entonces por tener que llorar en esa cama otra vez, oprimiendo esa misma almohada contra su pecho y con ese camisón con olor a naftalina cuyas mangas azules ya estaban empapadas de lágrimas.

         Lloró horas enteras, lloró sin parar, lloró tanto que la tela de la almohada comenzó a rasgarse y comenzaron a brotar de allí sus mismas, lágrimas que la almohada expulsaba al igual que lo hace una esponja que al verse rebalsada comienza a soltar el líquido como puede. Lloró tanto sobre esa almohada que llegó un momento en el que no se supo si era ella la que lloraba o lloraba la almohada.

         Los primeros rayos de sol de enero comenzaron a colarse por entre las cortinas de la habitación, avanzaron lentamente por el piso y treparon por las sábanas. De a poco comenzaron a evaporar con su calor tanta humedad derramada sobre la cama. Tanto fue el vapor que se levantó en esa habitación, que cuando su madre entró tuvo que abrir las ventanas y esperar a que la bruma se desvaneciera antes de poder ver sobre el suelo el pequeño bolso con las cosas que ella se llevó el día que se fue de la casa de él, y sobre la cama, su viejo camisón de tafetán azul, cuyas mangas ajustaban fuertemente una almohada rasgada.

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